Soy adicto
a las librerías. Lo confesé hace un par de años en un artículo de prensa. Me
premiaron por ser sincero con mi enfermedad y en mi último libro volví a
nombrar esta adicción incurable. No puedo evitar entrar en las librerías.
Temprano, a media tarde, cuando la ciudad ejecuta hacia atrás su cuenta laboral
y a los escaparates empiezan a asomarse los primeros fantasmas de la noche.
Casi a diario y sin que me delate el latido de mis zapatos. Me gusta callejear
despacio por sus pasillos y estanterías, igual que un flaneur que busca atrapar
la respiración secreta de la vida, escuchar el susurro de esas sirenas
encuadernadas que son los libros y recomponer mi tiempo interior con las
promesas de la lectura. Hace años que encontré en las librerías otra forma del
laberinto. Uno en el que descubrir pasadizos secretos a otros mundos. Ese rincón, aquella esquina, por
donde escaparse sin dejar huellas del acoso de la realidad que siempre nos
persigue. En las librerías me siento a salvo de la ignorancia que tiñe de gris
los días.
La adiciones son difíciles de superar. Se enfrentan mejor cuando producen sufrimiento, vacío, dolor. Pero es que la mía lo que me provoca es una extraña felicidad al moverme entre las historias del pasado y el impredecible presente que de repente es un intruso en el futuro. Nunca se sabe qué puede suceder en una librería. Entras a por un libro y es otro el que sale de tu brazo. Es mejor no llevar demasiado dinero encima ni arriesgarse a deambular a la deriva entre los libros. Tu perdición entonces está asegurada. La adicción no tiene límites. Ni de libros ni de librerías. Yo sucumbo fácil. En cualquier ciudad caigo en la tentación. No recuerdo bien cuando empezó todo ni cual fue la primera que me embriagó. De todas guardo un recuerdo en la memoria, un nombre al que regresar con una sonrisa abierta y la mirada predispuesta a encontrar en su interior a uno de los otros tipos que llevo dentro. Lo confesé también. Me enamoré de la Livraria Lello & Irmao de Oporto nada más subir por la serpiente roja de su escalera imposible, bajo la vidriera exlibris Decus in labora: “adórnate trabajando” entre una luz irisada y la huella de los raíles por los que circulaba en otro tiempo un vagón repleto de libros. Y cada vez que me invade la angustia pienso en la Selexyz Dominacanen de Maastricht, donde el silencio gótico y su arquitectura me recuerdan el recogimiento casi sacro de la lectura. En estos lugares, casi mágicos, entendí porqué Mallarmé dijo que el mundo existe para llegar a un libro.
Mi adicción
me lleva igualmente a recaer, cada vez que regreso a París, en la abarrotada y
desvencijada Shakespeare &
Company, Igual que me empuja a entrar en la lisboeta Bertrand y en otras muchas librerías de diferentes ciudades.
Grandes, pequeñas, cálidas todas, de sugerentes nombres como metáforas: Proteo, Luces, Sintagma, Rayuela, Teorema, Babel, Paradiso, Gaia, Literanta, Bartleby, Casa Tomada, La puerta de
Tannhäuser, Atticus - Finch, Portadores
de Sueños, Tres rosas amarillas, L´Odisea, El árbol de las palabras. De cada una conozco su historia, su
atmósfera y su especialidad. Algunas de ellas fueron la escenografía perfecta
para la seducción y en otras conseguí olvidar un desamor. En todas he
sido débil y he comprado novelas, cuentos y poemas de mis autores preferidos.
Historias de autores emergentes o desconocidos, y deliciosas lecturas gremiales
como 84 Charing Cross Road de Helene
Hanff, La librera de Penélope
Fitzgerald o La librería ambulante de
Christopher Morley. En otras como en Los
oficios terrestres de Palma me he cortado el pelo al aire de Scott
Fitzgerald o me he citado con escritores en duelo alrededor de una mesa y una
ginebra como me sucede en Tipos Infames.
La mayoría
están regidas por excelentes profesionales. Tipos que aman los libros y
trafican con sus historias para enganchar a los clientes. Todos, ellas y ellos,
son lobos de fondo en el mar de las letras. Estoy seguro de que tienen un libro
tatuado en la página secreta de su cuerpo. Y también una llave maestra para
entrar en los libros por la puerta de atrás. Muchas veces ellos y ellas son
el viento del boca a boca que convierte
un título en éxito de ventas. La voz que orienta al lector que se inicia o que
rescata al que naufraga en la tormenta de un libro equivocado. En otros
tiempos, tan oscuros como los actuales, fueron los valientes que nos
permitieron acceder a imprescindibles lectura clandestinas. Y hoy son igual de
románticos combatientes en la batalla de mantener a flote sus negocios con
presentaciones de libros, cuenta cuentos para los pequeños, clubs de lectura,
teatros y exposiciones. Tengo viejos amigos entre esa tropa de la Resistencia
Fahreint 451 para los que cada persona
es un libro, y la lectura el mejor remedio contra las indigencias morales, la
intempestiva soledad o los expolios de la vida. De todos admiro su vocación y
su acogedora pasión. La esperanza con la que resisten con firmeza frente al
continuo acoso del delirante mercado del libro que impone novedades cada
semana; frente a la competencia de las grandes superficies, al incipiente auge
de la venta por internet y a ese 41% de individuos que nunca lee en este país
donde la onmívora e iletrada economía nos devora el pensamiento crítico, la
imaginación y la vida. Demasiadas batallas que están borrando del mapa la
importancia de estos comercios de cercanía en el mantenimiento del tejido
económico, social y cultural. Cada revolución, cada discurso político, cada
religión y hasta la forma de hacer el amor han tenido un libro como
protagonista. Y también un librero inteligente y erudito que contribuyó a
divulgar las enseñanzas de sus argumentos. Su figura, continúa siendo una
valiosa intersección humana entre el escritor y la lectura. Lo mismo que las
librerías son la espina dorsal de la difusión de la literatura, como dijo
alguna vez Muñoz Molina.
Es
importante que seamos conscientes de que las librerías son una parte esencial
del corazón de las ciudades. Que no dejemos de hacer hincapié a diario en estos
argumentos, y en que buscando nuevas fórmulas podemos afrontar mejor el duro
invierno en el que se ha convertido la realidad y disipar el incierto futuro
del gremio. De paso, yo podré seguir con una adicción que me procura amigos,
felicidad, salud mental, conocimientos y descubrir una isla del tesoro en cada
ciudad. Hasta que un día consiga pasar al otro lado y convertirme al final en
un libro que sueña dentro de una librería.
Guillermo Busutil
28 noviembre 2014
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