(Vía La Opinión de Málaga)
Por GUILLERMO BUSUTIL
Confieso: soy adicto a las librerías. No puedo evitar entrar en ellas, recorrer pasillos y estanterías, escuchar el susurro de las sirenas encuadernadas y recomponer mi tiempo interior con las promesas de la lectura. Hace años me enamoré de la Livraria Lello & Irmao de Oporto nada más subir por la serpiente roja de su escalera imposible, bajo la vidriera exlibris Decus in labora, «Adórnate trabajando», entre una luz irisada y la huella de los raíles por los que circulaba en el pasado un vagón repleto de libros. Y cada vez que me
invade la angustia pienso en la Selexyz Dominacanen de Maastricht, donde el silencio gótico y su arquitectura me recuerdan el recogimiento casi sacro de la lectura. En estos lugares, casi mágicos, entendí porque Mallarmé dijo que el mundo existe para llegar a un libro. Mi adicción me lleva igualmente a recaer, cada vez que regreso a París, en la abarrotada y desvencijada Shakespeare & Company, igual que me empuja a entrar en la lisboeta Bertrand y en otras muchas librerías de diferentes ciudades. Grandes, pequeñas, cálidas todas, de nombres sugerentes como marca: Metáfora, Luces, Sintagma, Rayuela, Teorema, Babel, Paradiso, Cervantes, Antonio Machado, Rafael Alberti, Proteo, Gaia, Literanta, Portadores de Sueños, Tres rosas amarillas, L´Odisea, El árbol de las palabras. De cada una conozco su historia, su atmósfera y su especialidad. Algunas de ellas fueron la escenografía perfecta para la seducción y en otras conseguí olvidar un desamor. En todas he sido débil y he comprado novelas, cuentos y poemas de mis autores preferidos, historias de autores emergentes o desconocidos y deliciosas lecturas gremiales como 84 Charing Cross Road de Helene Hanff, La librera de Penélope Fitzgerald o La librería ambulante de Christopher Morley. Una adicción gratificante y enriquecedora que muy pronto me hizo ser consciente de que nunca querría curarme y de que las librerías son una biblioteca en permanente metamorfosis.
Su larga historia está vinculada, desde la aparición de la ciudad moderna, al asentamiento de las universidades, a la creación de círculos culturales y al fomento de la lectura. La mayoría están regidas por excelentes profesionales que llevan años valorando, filtrando y orientado lecturas a sus clientes. Incluso siendo el origen de ese boca a boca que convierte un título en éxito de ventas. Hombres y mujeres que en otros tiempos, tan oscuros como los actuales, fueron los cómplices que nos permitieron acceder a imprescindibles lectura clandestinas y que en la última década no han dejado de pelear por mantener a flote sus negocios, con actividades que van desde las presentaciones de libros y las tardes de cuenta cuentos a los pequeños clubes de lectura y la creación de rincones en los que leer junto a un vino o una taza de café. Tengo viejos amigos de charla e intercambio de afectos literarios entre estas personas vocacionales que resisten con firmeza frente a la urgencia de los beneficios inmediatos, el continuo acoso del delirante mercado del libro que impone novedades cada semana y les impide tener libros de fondo; frente a la competencia de las grandes superficies y el incipiente auge de la venta por internet y de las editoriales digitales, sin olvidar que en España existe un 41% de individuos que nunca lee ni las dentelladas de la omnívora e iletrada economía que anda desarmándonos el pensamiento crítico, la imaginación y la vida. Demasiadas batallas que están borrando del mapa la importancia de estos comercios de cercanía en el mantenimiento del tejido económico, social y cultural. El próximo día 30 el gremio celebrará una jornada nacional que aglutinará a escritores y lectores para reivindicar la tradición y la supervivencia de este sector que tiene una gran parte de sus 4.500 establecimientos afectados por la crisis. CEGAL promoverá mesas redondas, firmas de autores, un descuento del 5% y pedirán un Pacto Nacional por el Libro, al que se ha sumado la Asociación Colegial de Escritores en el objetivo común de defender estas trincheras frente a la incultura. Estaría bien que muchos de estos establecimientos imitasen a la librería madrileña Tipos infames, en la que una vez a la semana un escritor ejerce de librero. Una iniciativa que ya ha contado con autores como Marta Sanz, Marcos Giralt Torrente, Edmundo Paz Soldán o Jesús Marchamalo, y que podría extenderse a los clientes habituales.
Cada revolución, cada discurso político, cada religión y hasta la forma de hacer el amor han tenido un libro como protagonista. Y también un librero inteligente y erudito que contribuyó a divulgar las enseñanzas de sus argumentos. Su figura, en esta época dominada por la frialdad de las nuevas tecnologías, continúa siendo una valiosa intersección humana entre el escritor y la lectura. Lo mismo que las librerías son la espina dorsal de la difusión de la literatura, como dijo alguna vez Muñoz Molina. Es importante que reivindiquemos la necesidad de la lectura en este tiempo de miedos y derrotas; que seamos conscientes de que las librerías son una parte esencial del corazón de las ciudades. Haciendo hincapié a diario en estos argumentos y buscando nuevas fórmulas, podemos afrontar mejor el duro invierno en el que se ha convertido la realidad y conseguir disipar el incierto futuro del gremio. De paso, yo podré seguir con una adicción que me procura amigos, felicidad, salud mental, conocimientos y la posibilidad de encontrar una isla del tesoro en cada ciudad.
Más información del Día de las Librerías en www.diadelaslibrerias.es
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